Un futuro mezquino

Por Javier Surasky-

 

La Cumbre del Futuro está a la vuelta de la esquina. Las negociaciones para acordar los textos de los documentos que esta debería adoptar (el Pacto del Futuro, la Declaración sobre las Futuras Generaciones y el Pacto Digital Global) siguen sin cerrarse y vemos que a cada propuesta que los cofacilitadores sobre un posible texto para cada uno de los documentos le sigue una nota explicando que el silencio ha sido quebrado.

El panorama actual es complicado: negociaciones contra reloj, cofacilitadores que pierden la paciencia, acusaciones cruzadas por la falta de progresos, milagros que no suceden y la extensión de la idea de que la Cumbre del Futuro puede acabar siendo el fracaso que la ONU menos necesita en el momento más inadecuado, con impactos directos sobre dos elementos críticos para la construcción de un multilateralismo fuerte: el abandono de facto del rumbo hacia los ODS y la imposibilidad de comenzar a diseñar un futuro que necesitamos crear urgentemente.


Réquiem para el “proyecto Agenda 2030”

Con una Cumbre del Futuro que no produzca resultados concretos y ambiciosos, los ODS habrán dejado de tener sentido real. No hablo de la posibilidad de logara alcanzar los ODS, sino del propio proyecto que esos objetivos representan.

Cuando en 2015 se adoptó la Agenda 2030, nadie medianamente informado esperaba que para fines de 2030 se hubiese logrado los objetivos y metas allí establecidos. Para ello, hubiese sido necesario un cambio cultural y político tan profundo que resultaba inimaginable de ser logrado en 15 años.

Quienes defendimos la Agenda 2030 y sus objetivos desde el inicio y buscamos que fuese un documento ambicioso durante las negociaciones, no lo hicimos pensando en perseguir utopías, lo que puede ser necesario e incluso imprescindible en ciertas ocasiones, sino en que la Agenda pudiese marcar un claro rumbo hacia el cual pudiera marchar el mundo en su conjunto. En lo personal, siempre consideré más importante que los ODS pudieran dejar al mundo andando en una cierta dirección a que fueran efectivamente logrados. Es mundo estaba, y está, tan fuera del camino de la solidaridad, el respeto por la naturaleza, la equidad y la dignidad de todos quienes habitamos el planeta que solo ponerlo en camino hacia allí hubiese sido un logro enorme de la Agenda 2030.

Las ya conocidas fallas en implementar los ODS a nivel mundial son la mejor muestra que lo que ha fallado es precisamente eso, el proyecto, más allá de los objetivos de corto o mediano plazo establecidos.

La Cumbre del Futuro, y en especial el Pacto del Futuro, son la oportunidad de mostrar que hemos aprendido algo durante estos años de pandemias, guerras, creciente visibilidad de los impactos del cambio climático, crisis globales sucesivas y superpuestas que no cesan.

A pesar de ello, al observar los debates y la imposibilidad de adoptar pasos concretos que lleven a los cambios necesarios para responder a nuestros desafíos comunes actuales, creo que estamos frente a la generación de líderes mundiales más incapaces de la historia. “Líderes” que a pesar de tener la información científica sobre lo que se debe hacer y los recursos para hacerlo, siguen optando por la inacción más brutal, envueltos en rencillas internacionales que representan sus mundos pequeñitos y miopes.

Sin un Pacto del Futuro fuerte y orientado a la acción, el mensaje será que no hay rumbo hacia el proyecto que representaba la Agenda 2030, ni interés real por establecerlo.


Inteligencia artificial, necedad humana

¿Qué impactará más fuerte en nuestro futuro, la IA o la necedad humana? Mientras se debate muchos sobre el primer elemento, se habla poco del segundo que, en mi opinión, será el de mayor peso. Como muestra de ello surgen los debates en torno a la Declaración sobre las Futuras Generaciones y, especialmente, alrededor del Pacto Digital Global, los documentos con mayor orientación a futuro que se han negociado en las Naciones Unidas en mucho tiempo.

Respecto del primero de ellos, una tercera revisión de contenidos fue puesta abajo proceso de silencio el 16 de agosto, y recibió notas de desacuerdo en torno a todas sus partes, incluyendo el preámbulo y los “principios rectores”. En total, se presentaron observaciones a 30 párrafos y de los 13 compromisos incluidos en la redacción de la Declaración, diez fueron observados, incluyendo entre ellos los de terminar con las inequidades estructurales, adoptar políticas para lograr la equidad de género, proteger los derechos de los pueblos originarios, adoptar estrategias de crecimiento económico sostenible que combatan la pobreza y priorizar acciones para hacer frente a los desafíos ambientales críticos, entre otros.

Lo más terrible, es que la redacción de la Declaración muestra falta de precisión respecto de medidas a adoptar, lo que se traduce en que se está en desacuerdo sobre cómo incluir compromisos planteados en términos generales.

Al enfocarnos en el Pacto Digital Global, su cuarta revisión fue puesta bajo procedimiento de silencio el 27 de agosto, y tres días después se anunció que el silencio había sido roto por múltiples Estados en torno a más de 20 párrafos. Los Estados que más objeciones han expresado han sido Siria, Irán, Rusia, Venezuela, Nicaragua y la India. La cuestión de la incorporación o no de lenguaje en torno a la posibilidad de aplicación de medidas coercitivas unilaterales se ha metido en este documento y presenta un problema mayor para los cofacilitadores que, al igual que con la Declaración sobre las Futuras Generaciones, no pueden superar los planteos generales, carentes de elementos básicos que permitan su posterior transformación en acciones concretas.

No faltarán quienes pronto hablen de la incapacidad de la ONU para lograr resultados, de su ineficiencia y su burocracia atada a tiempos pasados. Todo eso puede ser cierto, pero la ONU siempre será lo que sus Estados miembros le permitan ser. No más y no menos y hoy, incapaces de transformar el presente, los líderes mundiales se muestran también superados por la tarea de poner las bases para imaginar un futuro diferente.

Se atribuye a Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), uno de los padres de lo que hoy llamamos neurociencia, haber dicho que “se conocen infinitas clases de necios; la más deplorable es la de los parlanchines empeñados en demostrar que tienen talento”, un grupo que crece en las redes sociales, pero también entre oficinas de gobierno donde se toman decisiones que van construyendo nuestro futuro común.