Por Javier Surasky-
Este blog nace de una conversación con mis estudiantes de
derecho internacional y sus “miedos” frente a las formas en que la IA impactará
en sus vidas. La pregunta que surgió en mi cabeza al escucharlos es ¿Qué
pensarán de nosotros las personas que en el futuro vivan sus vidas en una
interacción natural con la IA? ¿Nos pensarán como seres humanos preocupados o
como niños y niñas asustados?
De Odisea en el espacio a Terminator, de Westworld a Black Mirror, la IA es un actor central en la construcción de distopías desde hace décadas, cuando apenas estaba aprendiendo a jugar de manera aceptable a las damas.
De los muchos futuros posibles que nos esperan interactuando
con la IA los que llevan a la destrucción de la humanidad o su dominio por las
máquinas no son los más plausibles, pero tampoco son totalmente irrealizables.
Lo que sabemos por ahora es que el resultado final dependerá más de las
capacidades humanas para manipular de forma consciente y segura una tecnología
sumamente poderosa que de la propia tecnología en su proyección autónoma.
Puede ser útil, sin embargo, poner las cosas en contexto, al
menos a fines de bajar los niveles de ansiedad que puede despertar la llegada
de la IA a nuestras vidas, y para hacerlo una estrategia posible es ver cómo la
humanidad a reaccionado a diferentes cambios tecnológicos que impactaron en la
vida de las personas.
Es conocido el caso de la revolución industrial y la lucha
de los luditas, incluso por medios violentos, para destruir las nuevas máquinas
textiles para enfrentar una tecnología que llevaría a la pérdida de
innumerables posiciones de trabajo. En un a interesante descripción de esos
tiempos Eric Hobsbawm explica en su libro Labouring
Men. Studies in the History of Labour, que esta visión es algo simplista:
no se trataba solo de los puestos de trabajo que se perderían, sino de la
devaluación de valor social del conocimiento experto de los artesanos en un
marco de explotación de los trabajadores por los dueños de las fábricas. Si
bien estábamos entonces frente a un salto tecnológico y hoy estamos ante un
avance enorme pero continuado, los parecidos entre los miedos y preocupaciones
de entonces y ahora frente a las nuevas máquinas son fáciles de identificar.
Algo similar ocurre con los teléfonos. Hoy nos preocupamos
por la cantidad de datos privados que toman de nuestro hacer cotidiano (con
quien hablamos, a qué hora, por dónde fuimos, qué lugares visitamos, con
quienes estuvimos, etc.), pero cuando los primeros teléfonos fueron puestos en
uso tras su patentamiento por Alexander Graham Bell en 1876 (un caso histórico
de “robo” de derechos de creación, ya que el inventor del teléfono fue Antonio
Meucci, en 1954, que no lo patentó porque carecía de los medios económicos para
hacerlo) los miedos que despertó en torno a la invasión de la privacidad
mediante escuchas por terceros acompañados de historia de gente que enfermaba
gravemente tras haber hablado por teléfono generaron no pocos rechazos, una
historia muy bien narrada por Tom Standage en su libro The
Victorian Internet.
El actual automóvil autónomo no solo nos fuerza a usar dos
veces el mismo prefijo con un significado potente, sino que genera temores más
que fundados. Podemos citar como antecedente el rechazo que produjo la introducción
del automóvil, despertando temores a accidentes y revolucionando la vida en las
ciudades, donde los peatones estaban acostumbrados a circular por las veredas,
pero también por las calles. Sin embargo, hay otro antecedente que aplica mejor
al caso de los automóviles sin conductor humano: los ascensores sin conductor
humano.
Puede parecer ridículo hoy, pero hasta mediados de la década
de 1940 los ascensores eran operados por personas y el paso hacia los
ascensores automáticos (que no inteligentes, es diferente) no estuvo libre de
rechazos por parte de los usuarios que se negaban a utilizarlos. En palabras de
David Mindell en su libro Between
Human and Machine: Feedback, Control, and Computing before Cybernetics,
los ascensores automáticos erab considerados por el público general como “demasiado
complejos para generar confianza en ausencia de un operador humano”.
La “desaparición” de los operadores de ascensores no se dio
sin rechazos sindicales y huelgas, e incluso hubo procesos de lo que hoy
llamaríamos reconversión laboral para reubicar a muchos de ellos cuando sus
sindicatos lograron imponerlos, especialmente en el caso de ascensores en
edificios empresariales.
Otras tecnologías que sufrieron rechazos sociales en sus
momentos fueron el tren, especialmente por las poblaciones del campo que temían
que su llegada implicara el fin de sus modos tradicionales de vida, la energía
eléctrica, que despertó rechazos en su integración a ciudades y casas debido a
los peligros que generaba el uso de lamparitas.
La llegada de las computadoras no fue más pacífica: los
sindicatos exigieron que se regulara la automatización del empleo y se crearan
programas de reubicación para trabajadores desplazados por las máquinas,
generando en los países tecnológicamente más avanzados de occidente un fuerte
debate político en torno a la automatización industrial, el bien público y el control
del cambio tecnológico.
En todos esos casos fue necesario crear confianza en las
nuevas tecnologías a través de campañas sociales y de educación, así como
generar resortes de respuesta frente a los cambios sociales que se generaban,
especialmente en el mundo del trabajo dado su rol de articulador social. Solo
después de esas medidas se logró que las nuevas tecnologías fueran plenamente
aceptadas.
Aquí hay lecciones importantes para hacer que la
introducción consciente de la IA en la vida de las personas y las sociedades
pueda ser analizada de forma realista, sin ocultar su potencial de introducir
cambios profundos en nuestras vidas, que a cada persona y sociedad corresponderá
definir como “buenos” o “malos”, “deseables” o “indeseables”, lo que solo podrá
hacerse democratizando la información y la formación necesaria para procesar el
cambio tecnológico más potente que haya vivido la humanidad hasta hoy.