Cuando los algoritmos cruzan fronteras: IA y nuevos mapas para las relaciones internacionales

Por Javier Surasky



¿Qué tienen en común una megaconferencia internacional, una sala de clase universitaria, una junta del directorio de una empresa y una reunión entre amigos? No importa cuál sea el motivo del encuentro, muy probablemente en algún momento se hablará de Inteligencia Artificial (IA).

Extendida por todos los rincones, inmensamente poderosa como herramienta carente de fines propios, es natural que la IA se haya convertido en un elemento central de la política internacional.

Hoy vemos a los algoritmos cruzar fronteras más rápido que la diplomacia, influir en decisiones económicas y de seguridad, y obligar a los Estados a repensar su lugar en un mundo donde las variables que definen el poder han incorporado a las capacidades de manejo y producción de datos y de cómputo a sus formas tradicionales. Somos testigos y parte de una carrera por el control del conocimiento y la innovación en que cada paso de ventaja cuenta.

Lo que comenzó como el sueño de unos pocos se convirtió en una competencia entre empresas tecnológicas y hoy también es una carrera entre Estados. Al frente, Estados Unidos, China y la Unión Europea se muestran como los principales contendientes, con estrategias nacionales y presupuestos millonarios para soportarlas. Esta carrera hacia adelante, sin mirar a quienes van quedando atrás, recuerda a la carrera espacial del siglo XX, pero con un alcance más profundo: el Estado no es su principal protagonista y quien llegue primero a la meta será quien defina las reglas para todos.

En 2023, asumiendo el impacto de los grandes modelos de lenguajes como ChatGPT, la Declaración de Bletchley, firmada por más de 25 países, marcó un primer intento de diálogo global sobre la gobernanza de la IA, un reconocimiento explícito de que esta tecnología, su uso y control, había dejado de ser un asunto interno o meramente empresarial: la IA era ya un asunto crítico de seguridad internacional y construcción activa de la paz.

Rápidamente, con una tradición de siglos que se venía cediendo y agrietándose, la IA consolida la idea de que, en el siglo XXI, el poder ya no depende tanto del control territorial como del control de la información. Es difícil saber si hoy la lucha de los países en desarrollo por crear un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI) atraería más atención que sus esfuerzos por establecer un Nuevo Orden de la Información y la Comunicación Internacional (NOIC), que quedó casi en el olvido.

Los países que concentran infraestructura digital, centros de datos y empresas de IA acumulan ventajas comparables a las que antes otorgaba el petróleo y, antes aún, el acero. El gran problema es que, en todos los ejemplos anteriores, el Estado era el actor principal, un rol que hoy ha quedado en manos de unas pocas empresas privadas que concentran un enorme poder. Además, ni el petróleo ni el acero eran elementos que hubieran ingresado a nuestros hogares como lo ha hecho la IA desde que se fabricó la primera Roomba hasta hoy.

En nuestro contexto, los algoritmos son instrumentos de poder blando y duro al mismo tiempo: moldean percepciones, influyen en elecciones, se utilizan como armas de guerra y dan origen a una brecha que diseñará el orden mundial de los próximos siglos: la brecha digital, nueva expresión de lo que fuera, hace más de un siglo, el nacimiento de la brecha entre países industrializados y no industrializados. En otras palabras, los que queden rezagados hoy serán los "países pobres" de mañana. Una nueva forma de subdesarrollo se encuentra naciendo a la vista de todos.

La idea misma de soberanía, pilar de las relaciones internacionales y el derecho internacional, se va transformando. Cada vez es más difícil decir "dónde" ocurren las cosas. Situar ciertas tecnologías es casi un ejercicio de magia forzada, de esa en el que el truco queda a la vista de todos.

China, por ejemplo, ha vinculado su desarrollo tecnológico a la noción de soberanía digital, mientras que Estados Unidos lo integra en su visión de liderazgo global en innovación. La Unión Europea intenta, con éxito limitado por ahora, jugar el rol de árbitro normativo. Los países menos desarrollados ocupan los lugares más bajos de la cadena productiva, etiquetando datos en empleos a distancia y mal pagados. Un grupo de Estados, ubicado entre los ganadores y los que parecen aceptar su rol como designio natural, busca estrategias para abrirse paso en el pelotón intermedio, cada vez más alejado de los tres punteros en esta carrera, pero también del enorme grupo que se apiña en el fondo.

¿El resultado? Un nuevo mapa del orden internacional que se parece más al sistema nervioso central que al orden mundial tradicional: la información circula desde los centros de decisión, el “cerebro político”, hacia las zonas de ejecución mediante una médula espinal digital llamada Internet. En esos extremos, la IA reaparece como arma, diplomacia o inversión. En términos más amplios, el orden global opera, cada vez más, como una estructura de procesamiento de información a partir de estímulos externos, a partir de los cuales crea respuestas mediante el uso de información previamente procesada que se transmite desde el cerebro político de la toma de decisiones, donde la IA se ha instalado, a través de una médula espinal virtual llamada Internet, hacia los nervios, que ponen en acción las decisiones y donde la IA reaparece con fuerza bajo la forma de armas autónomas, diplomacia digital o herramienta de ejecución de inversiones, entre otras expresiones.

La capacidad de los Estados de tomar decisiones vinculantes sin intromisión externa directa, que estaba en el centro de la noción de soberanía, se ha trasladado a sistemas algorítmicos que evalúan riesgos, asignan recursos y determinan prioridades. La soberanía es, cada vez más, la libertad de elegir qué algoritmo se va a utilizar. La nueva contraparte de los políticos son las "máquinas que piensan" que imaginó Turing.

Cuando un algoritmo define la peligrosidad de una persona en juicio, el acceso a programas sociales o incluso la participación en la planificación económica, asume funciones antes reservadas a las instituciones públicas. Esta cesión de autoridad plantea debates sobre responsabilidad internacional, ejercicio de la transparencia en la diplomacia y legitimidad de los gobiernos, especialmente cuando los sistemas utilizados surgen de empresas transnacionales fuera de su control y muy por delante de la capacidad de regulación, tanto de los Estados como de las Organizaciones Internacionales.

De ese nuevo (des)equilibrio de poder digital emerge una pregunta más profunda: ¿quién controla a los controladores?

Los desafíos de un nuevo orden mundial digital no residen en la tecnología, sino en la política como factor de su control democrático. La gobernanza global de la IA requerirá nuevas formas de diplomacia y relaciones interestatales en las que actores privados, científicos, expertos y usuarios de IA deberán jugar un rol. El tiempo de la diplomacia puramente estatal está terminado y las instituciones que no se adapten a esta realidad simplemente se volverán cada vez más intrascendentes. Estamos frente a uno de los mayores experimentos institucionales en la historia humana.

Es por estas razones, entre otras, que resulta absolutamente indispensable que los científicos sociales "salten" hacia la IA: necesitamos que la comprendan mucho más profundamente, que vean la parte técnica detrás de las pantallas de sus computadores, que entiendan procesos complejos y fórmulas matemáticas y estadísticas. Las ciencias sociales también enfrentan el riesgo de creciente intrascendencia si no logran hablar de este mundo o si se limitan solo a su faz más visible. ¿Cómo definen los modelos de lenguaje sus respuestas? ¿Cómo crea un sistema que genera un video realista a partir de una descripción simple? ¿Cómo funcionan las redes y los algoritmos que permiten influir en el ánimo de los votantes en una elección? Todas ellas son preguntas dirigidas a científicos sociales que requieren, como base, un conocimiento por encima del promedio de la faz técnica de la IA. Incluso las grandes preguntas de la filosofía, que, por ser tales, siguen siendo válidas, andan buscando nuevas respuestas. ¿Qué es ser humano en tiempos de IA? ¿Qué es "sentir" cuando un modelo de lenguaje te habla de su decepción por no haber podido ayudarte?

En el espacio de los profesionales de las relaciones internacionales, único campo del que puedo hablar en primera persona, la IA se va configurando como un nuevo actor en el escenario mundial con potencial para modificar relaciones de poder, redefinir la idea de soberanía y desafiar los fundamentos éticos y políticos del orden internacional establecido.

Si el siglo XX fue el de la energía nuclear, la carrera espacial y el nacimiento de internet, este será el de la inteligencia artificial y la carrera por dominar el lenguaje que le dé forma, legitimidad y, de ser posible, límites. La pregunta más relevante para el mundo hoy no es quién desarrollará el próximo algoritmo, más exacto y potente, sino cómo lograr que estos estén alineados con valores internacionalmente compartidos.

De la respuesta que demos dependerá si la IA se convierte en un instrumento de emancipación colectiva o en la arquitectura invisible de una nueva forma de dominio global de unos pocos sobre la mayoría.