Por Javier Surasky
Durante siglos, la soberanía fue el escudo invisible que
protegía la independencia territorial y el poder de gobierno de los Estados.
Hoy, con datos que circulan a una velocidad y en una dimensión inimaginables
hasta hace poco, y con decisiones que se automatizan en servidores, ese escudo
muestra grietas cada vez más profundas. La soberanía no ha desaparecido ni lo
hará como idea clave, pero parece estar cambiando de piel: de los mapas físicos
a las infraestructuras digitales, de la independencia a la interacción, de las
decisiones humanas a sistemas en los que humanos y máquinas gobiernan juntos.
¿Qué es, entonces, la soberanía en la era digital?
Para responder, tenemos que viajar hacia atrás en el tiempo,
al nacimiento de la idea moderna de soberanía y la publicación de Les Six
Livres de la République por Jean Bodin en 1576. En su visión, “el
soberano” posee el poder absoluto e indivisible de tomar decisiones sin
intromisión externa, ya que la soberanía era un poder por encima de todos los
demás. Esta visión se enmarca en la necesidad política surgida a finales de la
Edad Media, cuando los reyes de Francia derrotaron al Imperio, al Papado y a
los señores feudales, estableciendo un Estado nacional que, en palabras de
Jorge Carpizo, había conquistado su lugar en el mundo en los campos de batalla.
La noción bodiniana de soberanía se consolidó en la práctica
con la Paz de Westfalia y el establecimiento del principio de igualdad jurídica
entre los Estados. Desde entonces, soberanía significó, al menos, tres cosas:
control territorial, autoridad exclusiva y reconocimiento internacional.
Sin embargo, la idea de soberanía estaba atada a conceptos
“civilizatorios” establecidos por el poder europeo. Lejos de chocar con el
colonialismo, la soberanía de sus Estados formaba parte de la pesada carga del
hombre blanco, como contrapeso de sus prácticas de expolio.
A lo largo del siglo XX, en una sociedad internacional que
había atravesado dos guerras mundiales, la noción tradicional de soberanía no
resistió el peso de la nueva realidad. La interdependencia económica, la
creación de las Naciones Unidas, la adopción de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos y los procesos de descolonización se convirtieron en grietas
sobre el escudo soberano que había portado durante siglos el Estado. Surgió así
la idea de una soberanía condicionada por el derecho internacional y por la
creciente interdependencia entre Estados.
La Unión Europea llevó ese proceso aún más lejos cuando sus
Estados miembros aceptaron ceder competencias soberanas a instituciones
supranacionales. La soberanía ya no era un escudo, sino una red de derechos y
obligaciones internacionales, y los Estados podían disponer de segmentos de su
poder soberano entregándolos a organizaciones internacionales.
En nuestro tiempo, la idea de soberanía relacional también
comienza a soportar tensiones impuestas por un mundo en cambio. El territorio
nacional, espacio de ejercicio interno de la soberanía, se va erosionando como
centro de las relaciones internacionales. No es que el territorio haya dejado
(por ahora) de ser importante: las cosas pasan en “algún lugar físico” y sus
consecuencias, por lo general, impactan en espacios territoriales más o menos
definidos, pero al espacio territorial hay que sumarle hoy el ciberespacio,
por definición, no territorial.
La información, devenida recurso estratégico, otorga control
sobre el discurso, los sentidos y las decisiones. Los datos, que son el
esqueleto de esa información, comienzan a integrarse bajo la idea de soberanía,
y nace el concepto que la
UE denomina “soberanía digital”, mientras que China
identifica como “seguridad del ciberespacio nacional”. Ambos conceptos van
al mismo lugar: el dominio nacional sobre la infraestructura tecnológica,
incluidos los datos, como nueva base de la soberanía estatal.
La transición no es técnica, sino política y altamente
simbólica. Las fronteras que se trazaban en el mapa se desplazan a la nube;
las tradicionales aduanas se reinventan digitalmente como firewalls, y las
disputas internacionales se traducen en imposiciones de sanciones tecnológicas,
bloqueos de software y guerras por el acceso a chips superpotentes. Estamos
ante el Leviatán 2.0.
La IA exacerba los dilemas de una concepción de la soberanía
desfasada y los expone con crudeza. Los algoritmos orientan la política
pública, son parte de los equipos que definen asignaciones de recursos públicos
y van a la guerra. En algunos países, la IA se integra en la función judicial,
y ya vemos indicios de su incorporación en la función legislativa. Se integra
en las funciones básicas del Estado mediante programas creados por
corporaciones transnacionales que carecen de legitimidad y no rinden cuentas.
Los algoritmos son el telón de fondo de las formas de gobierno actuales, de las
disputas por el poder mundial y de la capacidad de ser soberano más allá de los
dibujos sobre mapas internacionales, ya de por sí ideologizados.
La soberanía, entendida como la capacidad de decisión, se
está transfiriendo gradualmente hacia sistemas automáticos que quedan más allá
del control estatal y del escrutinio público. Así, el poder se desplaza de los
Estados a las infraestructuras, y quien controle las infraestructuras, controlará
el futuro. 
Ante este escenario, las Naciones Unidas y diversos
organismos multilaterales han intentado comprender y regular la IA y el uso de
los datos. El Secretario General António Guterres creó en 2023 el High-Level Advisory Body on
Artificial Intelligence y, en agosto de 2025, la Asamblea General
adoptó la resolución 79/325, que
establece el “Mandato y modalidades para el establecimiento y funcionamiento
del Panel Científico Internacional Independiente sobre Inteligencia Artificial
y del Diálogo Mundial sobre la Gobernanza de la Inteligencia Artificial”.
Ambas iniciativas parten de un reconocimiento: la velocidad
del cambio tecnológico supera la capacidad de los Estados para regularlo, pese
a lo cual, llegado el momento de la toma de decisiones, resurge la centralidad
del Estado como sujeto de decisiones internacionales, tal como lo demuestra la
adopción del Pacto
Digital Global durante la Cumbre del Futuro, en 2024. La soberanía política
vuelve a sus ropajes tradicionales y se libera de las recomendaciones de los
expertos, tal como ocurre, por ejemplo, en la lucha contra el cambio climático.
El multilateralismo digital avanza abriéndose espacio
entre dos fuerzas contrapuestas: la necesidad de conocimiento especializado y
la persistencia de una idea de soberanía estatal que ya no responde al orden
actual y genera una paradoja: los mismos Estados que reconocen su falta de
comprensión tecnológica se reservan el derecho de decidir sobre ella. Al mismo
tiempo, en un mundo cada vez más dependiente de los algoritmos, el
multilateralismo intenta construirse valiéndose de herramientas de un orden
mundial que se desvanece.
La pregunta hoy no es si los Estados son soberanos, sino en
qué medida lo son. Algunos autores, como Krasner (“Sharing Sovereignty: New
Institutions for Collapsed and Failing States”), proponen hablar de “soberanía
compartida” entre humanos y máquinas o entre gobiernos y corporaciones
tecnológicas. Otros, como Michael Zürn (A Theory of Global Governance)
y Dani Rodrik (The Globalization Paradox), y, bastante antes, Susan
Strange (The Retreat of the State), sostienen que estamos ante una
erosión irreversible, en la que el poder se fragmenta entre actores que no
responden a los mecanismos clásicos de legitimidad.
En conjunto, estos autores sostienen que la soberanía ya
no es una condición binaria (se tiene o no se tiene), sino un continuo en el
que el poder estatal se dispersa y comparte entre actores globales y
privados, afectando su territorialidad de base y su legitimidad democrática.
No estamos con esto afirmando la “desaparición del Estado”
ni nada semejante, sino el cambio de la idea de soberanía que se articula con
la institución estatal y contribuye a darle su forma. Hoy, en materia digital,
los Estados pueden legislar, pero no siempre hacer cumplir sus leyes cuando los
centros de decisión se hallan fuera de su territorio o dentro de sistemas
opacos administrados por IA.
La soberanía ya no responde a la geografía más que al
control sobre los datos. Se expresa menos en leyes y más en protocolos y
estándares. El rostro del poder puede verse igual, pero su expresión es otra
porque no es más que la réplica digital del original en formato hiperrealista.
El problema no es “solo” construir una gobernanza para el
mundo digital, sino adaptar los conceptos y herramientas disponibles para
hacerlo sin fracasar una y otra vez. Necesitamos más expertos que hablen en
un lenguaje comprensible para todos, y más científicos sociales que analicen
cómo lo digital transforma viejas ideas profundamente arraigadas en sus campos.
Es tiempo de ordenar los conocimientos, desaprender lo que
nos confunde y dar lugar a nuevos espacios de reflexión y orden, o bien dejar
que el río siga su curso, aunque sus aguas amenacen con desbordar las orillas
que solían contenerlo.
